El mentoring ha ganado protagonismo en los últimos años como una herramienta valiosa para desarrollar talento, fomentar el liderazgo y construir culturas organizacionales más humanas y colaborativas.
Sin embargo, aunque muchas iniciativas parten de buenas intenciones, en la práctica su despliegue rara vez alcanza el nivel de transformación que se espera.
Demasiadas veces, el mentoring se reduce a una acción simbólica: emparejar perfiles, lanzar una sesión inicial y confiar en que “algo pasará”. Pero el mentoring no es un acto puntual ni un simple intercambio de experiencia. Es un proceso relacional, sostenido en el tiempo, que requiere estructura, acompañamiento y contexto.
Este artículo no pretende ofrecer fórmulas mágicas ni un manual paso a paso. Más bien, quiere abrir una conversación crítica y realista sobre los factores que marcan la diferencia entre un mentoring transformador… y no uno que al año siguiente necesita ser relanzado porque quedó en un gesto decorativo del que pocos sacaron verdadero provecho.
Cuando un programa de mentoring no está respaldado por el negocio, queda flotando en el limbo de lo “deseable pero no urgente”. A menudo, se lanza desde RRHH con entusiasmo, pero sin el respaldo activo de quienes toman decisiones estratégicas. Esto lo convierte en algo decorativo, marginal.
El mentoring no necesita más entusiasmo. Necesita anclaje en la dirección.
Los procesos de aprendizaje, especialmente los ligados al desarrollo personal y profesional, requieren tiempo. Sin embargo, muchas organizaciones limitan sus programas a 3 o 4 meses, como si la transformación pudiera calendarizarse como un proyecto ágil.
El mentoring real no es un sprint. Es una conversación larga, a veces incómoda, que necesita pausas, silencios y tiempo de maduración. Por experiencia, sabemos que se requiere un mínimo de 8 meses de recorrido para permitir una transformación real y sostenible.
Uno de los errores más comunes es pensar que con experiencia profesional basta. Que por haber liderado equipos o haber recorrido trayectorias complejas, se es automáticamente un buen mentor. O que ser mentee es solo cuestión de “aprovechar” lo que el otro ofrece.
Mentorear requiere apropiarse de habilidades específicas: escucha profunda, presencia, capacidad de sostener el proceso del otro sin imponer el propio, esto se aprende. Y ser mentee exige responsabilidad, preparación y estructura.
La inclusión sin foco puede ser tan peligrosa como la exclusión. Cuando se abre el programa a todas las áreas o niveles sin criterio, se pierde potencia. No todo el mundo está en el mismo momento, ni necesita lo mismo, ni va a aprovechar el proceso de la misma manera.
La palabra clave aquí no es igualdad, sino oportunidad. ¿A quién puede realmente servir este programa, en este momento? ¿Qué valor añadido cada mentor puede aportar potencialmente a cada mentee? Recomendamos al menos dos niveles jeráraquicos de diferencia entre mentor y mentee para mayor impacto.
Cuando mentor y mentee pertenecen a la misma línea de reporte —o se conocen en un marco de poder implícito—, la relación se contamina. Lo no dicho pesa. Y la confianza, que debería ser el corazón del proceso, se convierte en un ideal difícil de alcanzar.
Lo contrario de la confianza no es la desconfianza. Es la autoprotección. Y sin confianza, no hay apertura. Sin apertura, no hay mentoring.
Muchas veces se emparejan personas sin confirmar previamente su disponibilidad real o sin explorar a fondo sus intereses. Esto puede dar lugar a relaciones poco fluidas, encuentros esporádicos o incluso abandono del proceso. Iniciar cada emparejamiento con una conversación abierta sobre expectativas y agenda disponible permite establecer un marco de confianza desde el principio.
Un emparejamiento no es una tabla de Excel. Es una hipótesis relacional que debe tener sentido humano.
La lógica de eficiencia a veces invade lo relacional. Se multiplica el número de mentees por mentor como si fuera un curso, un taller, una conferencia. Pero el mentoring es una relación. Y como toda relación, necesita atención, presencia, cuidado.
La multiplicación de vínculos sin atención fragmenta. Y lo que debería ser profundidad se convierte en superficialidad.
Cuando no hay un inicio claro —compartido, ritualizado, con sentido de propósito—, las personas entran en el programa sin saber muy bien qué están empezando. Un mail de bienvenida o una reunión de 20 minutos no construyen contexto.
Los inicios importan. Organizar un encuentro de lanzamiento permite alinear expectativas, reforzar el sentido del programa y generan pertenencia.
Números de sesiones realizadas, feedback cuantitativo, ratios de satisfacción... Todo eso puede ser útil. Pero si solo medimos lo cuantificable, dejamos fuera lo más importante: las transformaciones sutiles, los aprendizajes invisibles, las narrativas que cambian por dentro.
El impacto del mentoring no siempre se puede medir en dashboards. A veces, se mide en una frase que cambia la manera de ver el propio rol. Al realizar un kick-end, se puede evidenciar el impacto del mentoring tanto para los mentees como para los mentores, logrando la unión de los participantes en una meta común.
El entusiasmo dura poco. El día a día arrastra. Las agendas aprietan. Sin un acompañamiento sostenido, incluso los programas más bien diseñados se diluyen. Y muchas veces, cuando el programa termina, ni siquiera sabemos si sigue vivo.
El mentoring necesita continuidad, no solo planificación. Seguimiento, cuidado, presencia. Porque el vínculo no se gestiona solo. Acompañar el proceso a lo largo del tiempo, ofrecer espacios de encuentro, feedback y contención, ayuda a sostener la energía y la calidad de las relaciones.
Detrás de estos errores no suele haber mala intención. Lo que suele haber es prisa, desconocimiento o una visión excesivamente técnica sobre algo que, en esencia, es profundamente humano.
El mentoring no es una metodología más dentro del catálogo de desarrollo. Es una práctica relacional que implica confianza, tiempo, presencia y escucha.
No se trata únicamente de emparejar personas, establecer fechas o medir resultados. Se trata de crear un espacio donde pueda emerger lo que normalmente queda fuera de las agendas: la duda, la ambición, el miedo, la búsqueda de propósito. Y sostener ese espacio con profesionalidad, ética y cuidado.
Quizás la pregunta no sea “¿cómo hacerlo bien?”, sino “¿cómo hacerlo con sentido?”. Y ese sentido se empieza a construir con otras preguntas:
• ¿Por qué ahora?
• ¿Para quién es realmente este programa?
• ¿Qué tipo de conversaciones estamos dispuestos a abrir (y sostener)?
• ¿Qué queremos transformar más allá de los participantes?
Un programa de mentoring no es un “extra”. Es una declaración de intenciones sobre el tipo de liderazgo que queremos cultivar y el tipo de cultura que aspiramos a construir. Hecho con prisa, es una casilla más en la hoja de ruta de RRHH. Hecho con conciencia, puede ser una semilla de transformación profunda.
En ese camino, contar con un acompañamiento externo puede marcar una diferencia importante. Un proveedor con experiencia no está ahí solo para “implantar” el programa, sino para ofrecer una mirada estratégica, desafiar supuestos, ayudar a sostener el proceso en el tiempo y, sobre todo, preservar la calidad de las relaciones que se generan. No se trata de delegar, sino de colaborar. A veces, tener una perspectiva externa como la que aporta un equipo como Talentis permite ver ángulos que desde dentro cuesta identificar.
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